11/5/09

LA CRUELDAD DEL AUTOR DRAMÁTICO


*
Por Aldo Armando Cocca
Para La Gaceta del Jockey

¿Qué es el teatro? Hace más de dos mil años Aristóteles intentó definirlo. Fue el primero que se propuso trazar su teoría, dar una norma válida, descubrir el mecanismo, desentrañar su misterio. No alcanzó a hacerlo. Hasta hoy el intento sigue en pie. Y sin embargo siempre ha existido el teatro. Convengamos que, para que exista, no es indispensable definirlo.

Se ha logrado describirlo panorámicamente, calificarlo, o bien clasificarlo. Se habla así de teatro antiguo, de teatro clásico, de teatro renacentista, barroco, rococó, de teatro moderno. Se habla en los últimos tiempos, de teatro simbolista, realista, existencialista, y en nuestros días, de teatro progresista. Cuando se agotan los ismos literarios que le dan asidero, se recurre a los colores. Existiría un teatro negro, un teatro rosa, etc.

Si bien no necesita el teatro una definición, requiere una indagación. Una indagación que sea válida para todo teatro y permita situarnos frente a los ensayos actuales, un tanto dislocados por experiencias extrañas a su naturaleza.

Para lograrlo adentrémonos en su esencia. Tomemos la esencia y descartemos lo contingente y esporádico que ofrece el teatro a través de su trayectoria.
Vayamos al alma del teatro, que se muestra idéntica en Esquilo y Alfieri; en Sófocles y Corneille; en Eurípides y Sastre; en Terencio y Benavente; en Lope de Vega y Claudel; en Maquiavelo y Schiller; en Shakespeare y Montherlant; en Pirandello y G. B. Shaw; en Moliére y Anouih.

Describir el alma del teatro, aunque no deliberadamente, ha sido el secreto de la tragedia griega y del drama moderno. Quienes hicieron teatro demostraron poseer su secreto; alcanzar a penetrar en su alma.
El alma del teatro, su musa, su inspiradora, es la crueldad. El espíritu del teatro es incuestionablemente, cruel. Al teatro si se desea conocerlo o descubrirlo en su entraña, hay que caracterizarlo como cruel como el más cruel de todos los géneros literarios. Así será fácil sortear todas las definiciones y se tendrá una referencia, una idea, una guía. Por lo tanto ante la pregunta ¿qué es el teatro? Se puede responder: el teatro es crueldad.

¿No asistimos a una refinada crueldad en “Edipo”, “Romeo y Julieta”, en “El avaro”, “Don Juan”, “Fuenteovejuna”, en teatro de Cervantes tan magníficamente estudiado por Casualdero, en “Fedra”, “La alondra”, en “Delito en la isla de las cabras”?

El teatro nació con la tragedia, que es donde más acabadamente su manifiesta su crueldad. Llamábase catástrofe al desenlace de la tragedia, conservándose este nombre para los finales infaustos de las obras dramáticas. Incluso la farsa y el sainete, pasando por los desusados entremeses, pasillos y juguetes cómicos, poseen su crueldad. De lo contrario no serían teatro.

Goldoni confiesa: “todo mi afán ha sido no estropear la naturaleza”. ¿Por qué esta aclaración del sagaz dramaturgo italiano? Porque la crueldad, necesariamente intelectual, puede llegar en sus extremos a ser antinatural.

El teatro es la más heroica de las empresas literarias. Necesita evidenciar la fuerza de la pasión y la excepcional gravedad del conflicto dramático. Por eso debe ser cruel; no hay heroísmo sin crueldad. Y tiene que ser también valiente. Cruel y valiente.

Al hablar de la dualidad que existe en el fondo del ser humano, Guide ha escrito en su diario: “Estamos en plena representación y nos ocupamos a menudo más de parecer, que de vivir. Hay un momento en que el escritor no debe parecer sino vivir, y es cuando escribe teatro”. No será tal vez un héroe en su vida de relación, pero su calidad de autor teatral le obliga a serlo cuando se enfrenta con el arte dramático. En esa ocasión, al menos en ésa, debe ser valiente.

Tal vez hoy más que nunca, ante la crisis del teatro –crisis que comparten la filosofía y la literatura- es necesario hacer esta reflexión y tenerla muy en cuenta en la búsqueda, por parte de algunos, de rumbos diferentes.

Quizás parezca un tanto excesivo el empleo de la palabra “cruel”, refiriéndola al teatro y a la inspiración de obras justamente famosas. Pero esto no nos preocupa, desde que muchos lo han presentido, o lo han dicho, aunque con otros términos.

Para Racine no es absolutamente necesario que en una tragedia haya sangre y muertos; basta con que la acción tenga grandeza, las actitudes sean heroicas, que las pasiones se exalten y que los hechos se desenvuelvan en esa majestuosa tristeza que hace todo el placer de la tragedia.

Como no se puede superar el personaje del espectador –pues si esa corriente emocional falta, si sobreviene ese divorcio, no hay teatro- la crueldad inspiradora se manifiesta aquí doblemente; para los personajes, cuyas pasiones están excitadas; y para el espectador, que recibe en carne propia y con placer la tristeza de la tragedia.

Llevada al campo de la novela, la frase final de Racine hace decir a Denis de Rougemont: Esta majestuosa tristeza de la que proviene todo el placer de la tragedia no es sino el reflejo moral de nuestra vida de criaturas finitas. Falta lo que podríamos llamar, por simetría, “esta alegría majestuosa que provoca todo el dolor de la novela”. Otro género donde la crueldad existe, pero no en mismo grado ni con el mismo acento que en el arte dramático.

El recordado crítico a podido decir del teatro clásico que es el corazón mismo de un orden intolerante.
De un orden que nada tolera, por su extrema crueldad: por ello se sufre. Porque el teatro es desorden, tumulto interior, confusión. Si el hombre no tuviese normalmente esos desórdenes interiores y esos tumultos emocionales jamás concurriría al teatro. Se hubiese retirado definitivamente de ese espectáculo, donde se produce una singular confesión íntima de sentimientos. Y el teatro no tendría razón de existir.

En el análisis de los caracteres asoma de un modo más evidente la crueldad del autor, que se traduce en frases, en palabras. Para lograr mayor fuerza, algunos recitan los pasajes antes de escribirlos. Se escuchan a sí mismos –escuchan al personaje- y luego lo llevan al papel. Es lo que se ha caracterizado como el duelo severo, implacable, entre el temperamento y el sentido del gusto. Barrault cita igualmente el caso de Racine, por ser el más explícito. Recuerda que, al componer “Mitrídates”, hablando en voz alta, entre las frondas de las Tullerías, había intrigado tanto a los jardineros con su fogosidad, que estos se le acercaron para auxiliarlo por si fuera menester. Creían habérselas con un desesperado que terminaría por arrojarse al estanque. ¡El dulce y tierno Racine!- acota Barrault- el gran poeta que fue al mismo tiempo uno de los artistas más depurados. Y que evidenció siempre suficiente vigor para dominar al monstruo en beneficio de la obra de arte.

Si entendemos que el fin verdadero de una pieza de teatro consiste en resaltarnos en cuerpo y alma, debemos deducir que ello exige un esfuerzo superior, que no es ya sólo belleza –como podría acontecer en la poesía-; ni pensamiento o razón –como podría suceder en la filosofía-; ni elocuencia –como podría resultar en la oratoria. Es algo más; es la emoción propia, la sensibilidad descubierta, desnuda. La lógica, el frío pensamiento, no tiene lugar en el teatro. Y éste, porque es vida, exige belleza; de ahí que sea poesía. Y debe procurar, en sus mejores expresiones, el estallido de sentimientos. Sólo este estallido podrá conmovernos pues la impresión, que recibe el espectador es inmediata, dado que asiste y comparte el espectáculo, sin detenerse en su análisis, como ocurre en los demás géneros.

La crueldad produce conmoción, ya sea en la tragedia como en la farsa. Porque el arte dramático desborda la vida y la verdad misma. Sus personajes, que han sido captados en lo vivo y palpitante de la naturaleza humana, han de ser llevado a todos los extremos como criaturas emocionales. Como criaturas humanas, recalcamos. De allí la revelación y la advertencia de Goldoni.

Un conocimiento profundo de los sentimientos humano constituye el presupuesto necesario para el autor dramático, porque su arte es permanecer en lo humano, aún cuando magnifique sus emociones y lleve a los resultados literalmente trágicos del sentimiento común o del proceder común. En eso reside su eficacia, porque la emoción está siempre encubierta. Asoma en lo inesperado, en la sorpresa. Hay crueldad en esta sorpresa.

Si el problema que plantea el autor es de aquellos que pueden seguir siempre en pie, por su significación permanente, se tendrá una pieza de valor. Su éxito será legítimo, y la obra no se propondrá, ciertamente, juzgar y menos corregir costumbres, como tampoco ensalzar ni castigar vicios. Esta es tarea de orden didáctico ajeno al teatro, en tanto que el arte dramático es creación intelectual. Debe interpretar fielmente el sentimiento humano, donde muchas veces no resulta castigado el vicio ni premiada la virtud.

Bien se ha dicho que los que no saben hallar el fin del arte en la belleza y andan siempre averiguando si una obra enseña o no enseña algo directamente, antes de declararla buena, no merecen ni la más leve caricia de la esquiva diosa. El teatro es planteamiento, a veces discusión, pero no solución.

Concretamente el teatro, por su inspiración cruel –y la cruel es hija luminosa o sombría de la inteligencia- sólo puede crear almas intelectivas. Intelectivas pero también humanas. Y las almas intelectivas como dice Pantagruel, están exentas de las tijeras de las parcas; son inmortales; ángeles, hombres o demonios.

Buenos Aires
La Gaceta del Jockey
Año VI
Córdoba, Argentina
Febrero – Marzo de 1963
Nro. 55-56
Páginas 16, 17 y 18
* Imágen bajada de Google imágenes.